Un espectáculo animal
Estaba
sentado con cara de pocos amigos en un escalón de una plaza, mientras esperaba frente a un
supermercado. La espera transcurría con aburrida normalidad. La plaza había
sido minutos antes el asentamiento de un mercadillo de fruta y verduras, y sus
vendedores estaban recogiendo la mercancía. Poco más se puede decir del emplazamiento.
Con el
piloto automático puesto, mi vista se dirigía hacia puntos poco concretos de la plaza. Yo estaba ensimismado en pensamientos baladíes cuando percibí
que varias palomas habían cercado mi posición, probablemente atraídas por un
bollo previamente ingerido que a esas alturas ya estaría en fase de digestión. Tengo que decir que estos infraseres
despiertan en mí, crónica animadversión, bien se podría decir que los considero
uno de mis enemigos mortales, y ello principalmente porque son bichos repugnantes,
estúpidos e insalubres, y pasean como si no tuvieran depredadores a los que
temer. Por qué les da la gente de comer, es algo que nunca entenderé.
De pronto y
justo a tiempo (ya estaba rodeado de palomas y resulta muy impopular lanzarles
patadas u objetos) apareció un gato. Tampoco me entusiasman demasiado estos
animales, pero mejor que las palomas… El felino en cuestión era pequeño,
adolescente podría decirse, de pelaje pardo y con grandes ojos amarillos.
Pronto empaticé con él. Le ofrecí fruta, pero el gatito no parecía interesado.
Justo detrás nuestra quedaban aún restos de fruta en algunos puestos del mercadillo a los que
no hizo el menor caso, por lo que comprendí que su apetito iba dirigido a algo
con un aporte proteínico mayor: las palomas.
Una vez que
el gatito comprendió que mi presencia no supondría ningún obstáculo para que
llevara a cabo como mejor considerase su modus
vivendi (más bien todo lo contrario), comenzó su baile. Caminó despacio
sobre las almohadillas de sus patas, moviendo con suavidad sus pequeños
omóplatos. Las ratas voladoras
permanecieron ajenas a su presencia un buen rato, ocupadas en picotear sin
descanso ni sentido cualquier cosa a su alcance. Continuó su avance el gatito mirando
con atención a su presa: Una paloma azul oscura, con una pata cercenada sabe Dios cómo y una despreocupación total por su integridad. Una vez cerca, reposó
el felino su peso sobre los cuartos traseros y se relamió durante un instante
antes de lanzar el ataque. Pero un momento antes de dar el salto mortal hacia
su presa, cayó con estrépito una caja de plástico unos metros más allá y las
palomas (tan hábiles como estúpidas), dejaron de picotear y
repararon en la amenaza felina, levantando el vuelo hacia una cornisa elevada y
mirando con desprecio a mi amigo gatuno como diciendo ¿y ahora qué?.
El gatito
parecía frustrado. Miró al suelo durante un segundo y luego me miró a mí ¡qué putada! Pensamos ambos. Lejos de amilanarse volvió a levantar la vista y a fijar
otro objetivo. Divisó a unos 15 metros al final de la calle otro bicharraco
palomero y hacia él hizo camino. Se le veía ansioso, menos preciso que en su
anterior intentona. Aun así mantuve mi confianza en él (no sé si por caridad o
porque compartíamos enemigo). Repitió el protocolo, esta vez avanzando por la
sombra y aprovechando el amparo de un par de palés. Las nuevas circunstancias
no beneficiaban al depredador. Esa zona estaba más concurrida (circunstancia
que no parecía importar en absoluto a la presa pero sí al cazador, lo cual
no dejó de sorprenderme). Un poco inquieto el gato, hizo rápidos movimientos
de cabeza de un lado a otro. Parecía debatirse entre atacar poniendo en riesgo
su propia integridad o rendirse. De nuevo me miró e intenté transmitirle todo
mi ánimo. Resignado decidió que aquello acabaría por la puerta grande o por la enfermería. Y se lanzó.
La veracidad
de este relato me compete únicamente a mí, por lo que aunque me hubiera gustado
otro desenlace, tengo que admitir que el gatito sólo llegó a darle un soberano
zarpazo a la paloma, pero no consiguió abatirla ni mucho menos zamparla. Giré
mi cabeza hacia el supermercado un par de segundos para ver si salía la
persona a la que esperaba y pensé ¡ay
que ver con la naturaleza! ¡Qué lástima! Como no salía nadie y tenía que
seguir esperando volví a mirar hacia donde se encontraba el gato y ya no estaba.
Ni allí ni en los alrededores. Por eso no me gustan tampoco los gatos, porque
ni siquiera se despiden de ti.
Suerte gato.
Muy buen relato.
ResponderEliminar